Las memorias del saquito rojo perdido, el teléfono y la cámara conjurando antigüedades, tal como lo hacen los ancianos cuando ventilan esos recuerdos que nada más que a ellos les competen.
Le tengo miedo a los balones, más que miedo, fastidio. Desconfío de todo lo que uno lanza y rebota y amenaza potencialmente con estrellarse en la cara.
Y cuidado porque el perro es bravo, y ladra y también muerde.
Me indigesto con tanta pensadera, la confusión se me anida directamente en la panza.
Este encarte dúo tonal me asfixia, y por otro lado me ayuda atando cabos. Una historia me explica otra.
Ya lo entiendo. Créame. Y lamento haber insistido, y no diré que todo es mi culpa porque no lo es, pero tampoco es toda suya. Y claro, usted ya no lee más lo que digo y por eso hablo con esta soltura y mi celular se perdió y no importa porque nunca me buscará y por instinto de conservación yo tampoco marcaré su número. Las cosas están en el único punto donde podrían estar, somos dos perfectos extraños. Y la nada nos sienta.
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